Pedro Navaja en el Barroco

Aunque el maleante más temido de la salsa pueda parecer una invención reciente, una revisión juiciosa permite rastrear sus orígenes en las tablas londinenses del siglo XVIII, muy lejos del bajo mundo neoyorquino. Una investigadora musical le sigue la pista a los cambios de máscara y nombre de un personaje que nació para delinquir en varios idiomas y latitudes.

 

POR  Daniela Peña Jaramillo

Diciembre 07 2022
pedro

 

“La vida te da sorpresas, sorpresas te da la vida” es una frase que ronda hace algunos años en las voces, los clichés y la sabiduría popular. Rubén Blades nos la regaló en el disco Siembra de 1978 con su éxito “Pedro Navaja”, una canción que habla del último día de un criminal que murió matando y culminó sus días con una vida de delincuencia y de actos corruptos. La canción divaga entre la oda, la crónica y la denuncia social, y nos expone a esa faceta de la sociedad cuya mirada siempre quisiéramos esquivar. La Smith & Wesson, el puñal y el diente de oro aparecen como símbolos de un personaje que no es uno solo, sino que, en realidad, son muchos, y que nos arroja a un dilema entre la condena, aparentemente obvia, y el perdón, que acompaña siglos y siglos de negligencia social.

Pero “Pedro Navaja” no nos habla solamente de la historia de un delincuente, patrón del bajo mundo neoyorquino. La historia de Pedro Barrios trae consigo un bagaje que nos permite viajar a Londres, Berlín, Panamá e incluso a Río de Janeiro, además de transportarnos al siglo XVIII, momento histórico que vio el auge y la caída de la ópera, un género dramático-musical que hoy continuamos celebrando. Sí, “Pedro Navaja” sienta en la misma mesa a Georg Friedrich Händel, Bertolt Brecht, Bobby Darin y Chico Buarque. Las traducciones de esta obra exceden lo lingüístico y con cada verso nos muestra que su éxito no se debe únicamente al rigor musical con que fue escrito, sino a sus lugares comunes; a los personajes intermitentes, a los diálogos aparentemente imposibles entre pasado y presente.

 

 

Panfletos, Castrati y pasteles

 

Situémonos en Londres, en 1728, año en que John Gay, dramaturgo, flautista y cantante, creó una de las críticas que, no con poco ingenio, puso en tela de juicio el espectáculo dramático más importante de ese momento. Lo hizo con The Beggar’s Opera (La ópera del mendigo), una obra como pocas, aunque no la primera ni la última en su estilo. Una ballad-opera, u ópera balada, que narraba las hazañas de McHeath, el jefe de una banda de atracadores con un prontuario envidiable. Nada lejos de los cánones, los villanos siempre han sido motor en los dramas. ¿Por qué, entonces, causó tanto impacto esta ópera? Desde el prólogo ya se advertía, cual manifiesto, una posición en contra del drama musical italiano, al afirmarse atrevidamente y sin decoro: “Espero que puedan perdonarme que yo no haya hecho mi ópera innatural, de principio a fin, como aquellas que están en boga, pues no tengo recitativo alguno”.

¿Pero qué tiene de atrevida esta declaración? Para ese momento, el recitativo, ese instante en que el cantante entona imitando las inflexiones de la voz durante una conversación o monólogo, estaba siempre presente en una ópera italiana. De hecho, el recitativo y el aria eran un matrimonio; podría decirse que la columna vertebral de este género. La estructura del mismo se basaba en la alternancia entre ambos; la reflexión a cargo de esta, y la acción a cargo de aquel. En el aria, los protagonistas, las superestrellas, sopranos o castrati, ponían, en pocas palabras –muy, muy pocas–, todas sus cartas en juego para deleitar y asombrar al público. En el recitativo, por el contrario, se decían muchas cosas; se creaban conflictos y se solucionaban; se ventilaban traiciones, amores, odios y venganzas; se develaba el núcleo de la historia y, no obstante, los espectadores parecían no tener el más mínimo interés en desperdiciar su tiempo en él.

Prescindir del recitativo era un acto paradójico: significaba eliminar una de las vértebras del espectáculo, una de las piezas angulares sobre las que se erigió este género dramático; algo que haría que Monteverdi, Peri y Caccini –próceres de los dramas musicales– quisieran regresar al mundo de los vivos, pero que, para ese momento, en el vanidoso siglo XVIII, funcionaba más bien como un apéndice inútil que en el fondo nadie extrañaría. Pocos se emocionaban con él; no había espectáculo, no había jerarquías, de modo que tanto público como cantantes aprovechaban este momento para hacer vida social, esperando a la tan deseada aria, en la que las verdaderas estrellas del show dejarían sin aliento a los espectadores con su pirotecnia vocal.

Benedetto Marcello no desaprovechó el aire de polémica que se vivía en el mundo operístico y en 1720 publicó “Il Teatro alla moda”, una especie de panfleto a manera de parodia, de carta abierta, o de (anti) guía rápida, destinada a quienes hacían funcionar el engranaje de la ópera. Por ejemplo, refiriéndose a los castrati, o virtuosos, como él les llama, ofrece el siguiente consejo:

 

Al estar en el Escenario con otro Personaje, mientras este hable con él [el virtuoso] por exigencias del Drama o cante un Arietta, saludará a las Máscaras en los palcos, sonreirá a los Instrumentistas, Comparsas, etc., para que el público claramente entienda que él es el señor Alipio Forconi, cantante, y no el príncipe Zoroastro al que representa.

 

Y para las virtuosas, las palabras son igualmente elogiadoras:

 

Mientras algún Personaje recita con ella o canta una Arietta, la Virtuosa moderna (como se ha dicho arriba para el Cantante) saludará a las Máscaras en los Palcos, sonriendo al Maestro de Capilla, a los Instrumentistas, Comparsas, Apuntadores, etc., poniéndose luego el Abanico ante la Cara, para que el público sepa que ella es la Sra. Giandussa Pelatutti y ya no la Emperatriz Filastrocca a la que representa, cuyo carácter majestuoso podrá conservar luego fuera del Teatro.

 

Pero volviendo a la Ópera del mendigo, lo que más la aleja del camino recto es que, al final, y de antemano pidiendo disculpas por el spoiler, el villano es perdonado por todos sus crímenes. ¿Por qué sucede esto? Por la sencillísima razón que da el autor y que todos conocemos y aceptamos: las óperas deben tener un final feliz.

En esta parodia al protagonista nunca se lo examina por un solo lado. Por el contrario, todos los personajes que aparecen tienen algo de villano y algo de héroe; no hay blanco o negro, más bien, una amplia gama de grises. Y es esto justamente lo que hace de esta ópera una obra universal y atemporal; digna de encantar, tanto a las mentes creadoras más brillantes, como a sus variopintos públicos. Es por esto que, para entender a Pedro Navaja, tenemos que volver al siglo XVIII; Pedro Navaja es McHeath, pero antes de llegar a las calles de Nueva York, tenía que recorrer otros caminos.

Desde el primer ayre, aria, melodía, canción, o como se quiera llamar; “Through all the employements of life”, el autor se encarga de dejar claro que no hay quien se salve de la tentación del crimen; no hay alma pura, no hay profesión incorrupta: todos buscamos lo ajeno de una u otra forma, pero solamente los ladrones de profesión son transparentes en sus intenciones. Y Gay, dejando en claro que esto se trata de una sátira a la ópera, decidió no componer las canciones que acompañan a esta parodia de drama, sino que más bien continuó con una tradición bien enraizada en el mundo operístico: las tomó prestadas, o las robó, si se quiere, para hablar sobre el arte del hurto. McHeath no robaría solo los bienes materiales de algunos incautos viajeros; también afanaría los sonidos de otros para contar su historia.

Así, la música de la Ópera del mendigo fue posible únicamente gracias a las donaciones inconscientes de otros compositores. Algunos ejemplos: el ayre “Virgins are like the fair flowers”, una oda a la virginidad, es originalmente un aria titulada: “What shall I do?”, incluida en la ópera Dioclesian del célebre Henry Purcell. Gay también utilizó un grupo de canciones o baladas populares que habían sido publicadas en 1719 bajo el título “Wit and Mirth, or Pills to purge”. Y la ópera italiana también estuvo en la mira del dramaturgo. Por ejemplo, Georg Friedrich Händel prestó, sin saberlo, la marcha de su ópera Rinaldo para musicalizar el aire XX: “Let us take the road”. Pero esta no era la primera vez que algo semejante sucedía; el préstamo musical, inadvertido o no, fue un recurso ampliamente utilizado a lo largo de la historia de la música: catedrales, cortes, montes, plazas, cámaras y salones de baile habían sido ya testigos silenciosos de esta práctica durante siglos. 

Para la muestra, algunos botones: “L’ homme armé”, una canción popular del siglo xv, fue utilizada innumerables veces por compositores del siglo xvi como base para sus misas; el repertorio para vihuela y laúd –los instrumentos cortesanos más populares entre 1500 y 1600– se basó en las intabulaciones, que no eran más que arreglos de música con texto para instrumentistas amateur. Y la ópera no escaparía; su origen fue un robo a mano armada, realizado por intelectuales florentinos en el siglo XVII. La víctima sería el pensamiento musical de la Grecia Clásica, especialmente el de Aristóteles, quien en su Poética desglosó minuciosamente la estructura y las funciones social y ética del drama ático –lo que ahora conocemos como la tragedia griega–, fascinando e inundando con su espíritu a las cortes italianas del seicento.

Dentro de la propia ópera encontramos además el pasticcio, ese género que evoca más una pastelería que una sala de conciertos y que nos puede brindar, no obstante, una radiografía de este fenómeno. Se trataba de una especie de collage de arias y canciones de diversos autores adaptadas a un nuevo contexto dramático, es decir, piezas que peregrinaban de una historia a otra y de un lugar a otro: de Roma a Egipto o del Imperio otomano a Ferrara. Ningún paisaje, ningún conflicto, ningún villano se interpondrían al libre tránsito de dichas melodías. ¿La razón? Los protagonistas que ya conocimos en el panfleto de Marcello: hombres y mujeres virtuosos, con ganas de figurar, renuentes a aprender un nuevo repertorio, fueron trazando la ruta de los robos musicales en la escena de la ópera. Puesto que el objetivo era sorprender y crear pequeños monumentos de ellos mismos y de su altísimo arte, si en cada presentación un aria había arrancado los aplausos eufóricos de los espectadores en ocasiones anteriores, no había ninguna necesidad de aprender una nueva y correr el riesgo de pasar desapercibidos. Eran fórmulas de marketing musical para dummies. Marcello nos dibuja mejor que nadie la escena:

 

[el virtuoso] se lamentará siempre de su papel diciendo que aquello no es propio de él en lo que respecta a la acción, que las arias no son para su maestría, etc., en cuyo caso cantará alguna arietta de otro compositor, manifestando que en tal corte, ante tal gran personaje (no le toca a él decir quién), aquella arrancaba todos los aplausos y se la habían hecho repetir hasta diecisiete veces por tarde.

 

Los libretistas se veían en la necesidad –por no decir obligación– de modificar el texto del aria predilecta del cantante y adaptarlo a la nueva historia. El pasticcio era entonces, muchas veces, una colección de las arias favoritas, de esos grandes éxitos que hacían enloquecer al público; un catálogo de hits asegurados, una especie de compilación al mejor estilo de Now, that’s what I call music! Por ejemplo, Bajazet (1735), de Antonio Vivaldi, es un pasticcio; una de estas colchas de retazos en las que el compositor participó escribiendo la música para los personajes buenos y tomando prestada la de otros para los villanos. Así las cosas, el aria “Qual guerriero in campo armato”, uno de los grandes éxitos de la época, le fue amablemente robada a Riccardo Broschi –compositor y hermano del gran castrato Farinelli–, quien la había escrito para su ópera Idaspe (1730).

 

Boceto de vestuario para La ópera de los tres centavos (1961).

Boceto de vestuario para La ópera de los tres centavos (1961).

 

 

Mackie’s back in town

 

Y, con el robo como copiloto, llegamos a nuestro siguiente destino, al despacho de otro célebre robador que gustaba abiertamente de crear sobre el trabajo de otros: Bertolt Brecht. Como decía una voz amiga del escritor, la cantante y actriz Lotte Lenya: “¿Por qué negar que Brecht roba? Él sí roba, pero roba con genialidad”. Resultó que, como queriendo alimentar su fascinación por lo ajeno, a sus manos llegó por fragmentos el libreto traducido de The Beggar’s Opera; la responsable fue su secretaria, Elisabeth Hauptmann, quien, en el invierno de 1927-28 y, tal vez, advirtiendo la grandeza que vendría, se puso en la ardua tarea de la traducción.

Hubo muchos tropiezos, vicisitudes, retiros obligados al campo, envidias, despidos, enfados y una que otra visita al hospital, pero el espectáculo estaría listo para el verano de 1928. Die driegroschenoper (La ópera de los tres centavos) sería presentada finalmente al público berlinés. La historia era la misma con que Gay había fascinado a los espectadores londinenses dos siglos antes, pero esta vez estaría ambientada en 1838, justo antes de la coronación de la reina Victoria de Inglaterra. Al igual que el de Gay, este drama musical prescindió del recitativo, ya no con préstamos clandestinos, sino con música original, escrita por Kurt Weill.

Claro está, cuenta Lenya, esposa del compositor, que el plan original del productor Ernst Josef Aufricht era uno muy diferente:

Aufricht estaba horrorizado ¿No era Weill ese chiquillo con reputación de enfant terrible de la música atonal? Bueno, estaría todo bien, le dijo a Brecht. En secreto contrató a un joven músico llamado Theo Mackeben para que revisara la música original de Pepusch, que luego sustituiría la partitura de Weill. 

 

El estreno fue un caos al mejor estilo de La consagración de la primavera, pero igualmente un éxito rodeado de fantasía. La crónica de Lenya nos relata también que después de esa noche de 1928, las melodías compuestas por su esposo inundarían las calles de Berlín. Y una en especial se imprimiría en la memoria colectiva y tomaría diversas formas, entre ellas, la célebre salsa que originó nuestro recorrido. La idea no fue de Weill, tampoco de Brecht (aunque sus sugerencias musicales no eran infrecuentes), sino de un vanidoso actor: Harald Paulsen. Encargado de darle vida a McHeath, y como si deseara resucitar las voces de los virtuosos del siglo XVIII, Paulsen no quiso que su aparición en el escenario pasara desapercibida, entonces le sugirió al libretista comenzar con una canción que loara a su personaje. Dice Lenya que Brecht no profirió palabra alguna en ese momento, pero que al día siguiente llegaría con el texto de “Die Moritat von Mackie Messer” (La balada de Mackie Navaja). Weill luego pondría música a esta canción que narraba las sádicas y siniestras aventuras de nuestro famoso criminal. 

El organillo que acompañaba la escena fue escogido cuidadosamente para recordar la figura del baladista; aquel personaje de feria, de plaza pública, que desde el Medioevo contaba a cambio de dinero las hazañas de cuatreros y asesinos; aquel personaje que John Gay escogió para narrar una historia del bajo mundo londinense en el siglo XVIII y aquel personaje que nos presentaría a Pedro Navaja doscientos años antes de su estrellato mundial.

Se preguntará entonces el lector, ¿qué pasó con McHeath y cómo llegó a transformarse en Pedro Navaja? El éxito de la música de La ópera de los tres centavos y especialmente de la balada de McHeath hizo que en 1954 Marc Blitzstein hiciera otra traducción, ahora al inglés, sin saber que se convertiría luego en un standard, en un tema que fascinó a artistas como Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Frank Sinatra, Dean Martin e incluso The Doors y La Sonora Ponceña. La versión más célebre, no obstante, fue la de Bobby Darrin de 1959. La canción se inmortalizó como “Mack the Knife”. Aunque de manera menos cruda que en su estampa original, esta narra también los crímenes, las desapariciones y las muertes de los que Mackie (como si el diminutivo minimizara sus crímenes) es presuntamente responsable. 

Esta fue la inspiración de Rubén Blades. Aunque no tuvo la fortuna de escapar a la fatalidad, Pedro Navaja es Mack the Knife, y su astucia es resaltada como lo había hecho Gay con McHeath y como lo haría Brecht medio siglo antes. Su carácter criminal no es completamente condenado y se advierte, más bien, una crítica a la sociedad que es nido de estos personajes. Lo mismo sucedió luego con “Juanito Alimaña”, compinche de Pedro, de quien sabemos que asistió a su funeral y sería inmortalizado por la voz de Héctor Lavoe en el álbum de 1982 Vigilante, lanzado en compañía de Willie Colón. 

 

 

Rigoletto y la samba

 

La universalidad de McHeath no se estanca acá. Alguien más vio a este personaje como un narrador omnipresente de historias atemporales: Francisco Buarque de Holanda, más conocido como Chico Buarque. Perseguido por sus ágiles diatribas al régimen militar brasilero, este cantautor fluminense nunca ha callado y siempre ha estado dispuesto a ser la voz de los menos favorecidos. Por eso vio en La ópera de los tres centavos un espejo de la sociedad brasilera. Con pequeñas modificaciones presentó su versión el mismo año en que el mundo escuchó “Pedro Navaja” por primera vez: 1978. Su adaptación teatral, la Ópera do Malandro, no acoge a McHeath ni a su enamorada Polly; ahora Max Overseas y Teresinha viven su amor y cometen hazañas de ilegalidad en la década de 1940, cuando el contrabando, el juego y la prostitución eran el mayor foco de enriquecimiento ilícito en Brasil. La canción “O malandro”, incluida en la obra, es una nueva lectura de “Mack the Knife”, arreglo que, haciendo eco a su antepasado barroco, se vale de ritmos populares para transmitir su mensaje.

En esta versión, los protagonistas no se salvan por cuenta del narrador –a diferencia de la historia de Gay–, ni del mandato Real, como en la de Brecht. Una epifanía moral se apodera de Max y Teresinha, quienes deciden volcarse al mercado global, eso sí, en el marco de la legalidad. La contradicción de estos eventos no escapó al interés de Chico Buarque, quien supo capitalizar la incompatibilidad, el cinismo y la improbabilidad de la decisión de la pareja con la mayor elegancia hasta el momento, de una forma que pocos habrían logrado. ¿Se trata de un homenaje a John Gay o de un robo masivo? Nunca lo sabremos. En todo caso, una historia épica necesita un final épico y el compositor brasilero lo consiguió con la complicidad inadvertida de Giuseppe Verdi, Georges Bizet y Richard Wagner, quienes prestaron a Aida, Rigoletto, Tannhäuser y sus arias más célebres hablando, ya no en italiano o alemán, sino en portugués. Sus composiciones se acomodaron al ambiente festivo de la samba y se unieron a la nueva salvación del legendario McHeath en un epílogo lleno de guiños y titulado, llana y simplemente: “Ópera”.

Nuestra historia va terminando, al igual que la de McHeath, que, al contrario de la suerte de Pedro Navaja, deja un aire de esperanza (¿o desconsuelo?). Los personajes de la Ópera del mendigo se despiden con esta máxima: “The wretched of today may be happy tomorrow” (Los desdichados de hoy podrían ser felices mañana) y una versión discográfica de 1960 añade, incluso: “The rich of today may be beggars tomorrow” (Los ricos de hoy podrían ser mendigos mañana). McHeath, Mackie, Max Overseas, o malandro: no importa cómo queramos llamarlo, es un personaje que ha hablado ininterrumpidamente desde que nació y que lleva un mensaje atemporal: tal vez los robos solo son buenos, cuando son musicales.

 

 

Epílogo: El que de último ríe, ríe mejor

 

Escena de La ópera del mendigo de John Gay (1814). En el centro se observa a su personaje principal, Macheath.

Escena de La ópera del mendigo de John Gay (1814). En el centro se observa a su personaje principal, Macheath.

 

Tuvieron que pasar casi trescientos años, pero sucedió: Pedro Navaja, aquel bandido neoyorquino que murió a manos de Josefina Wilson, y Mackie Messer se encontrarían; esos dos personajes que en realidad son el mismo, pero a la vez muchos más, que han transitado tantos espacios sonoros como lenguas y paisajes. De unos años para acá, Rubén Blades empezó a revivir en sus shows esta historia que había reinterpretado cuarenta años antes lo que John Gay y Bertolt Brech contaban siglos atrás. Quizá el guiño más representativo de todos ocurrió en un espectáculo titulado Una noche con Rubén Blades, grabado en vivo en el Lincoln Center de Nueva York. Su encuentro es sutil, sin dejar de ser sorpresivo. Desde el inicio se percibe una lucha amistosa, casi un acto de camaradería: luego de la inconfundible introducción y el dueto conformado por las congas y la clave –que parecieran imitar los sigilosos pasos de nuestro protagonista–, “Mack the Knife” usurpa, sin más, la entrada que solía ser de Pedro. Aun así, parece natural, como si la polifonía de estas dos historias ya la conociéramos; como si hiciera parte de su adn y del nuestro.

Todas las palabras quedarán cortas frente a lo que representa esta canción, una salsa que no solo nos insta a bailar, sino a escuchar y atender un relato mucho más antiguo de lo que alguna vez pudimos advertir. La historia de un personaje que, incluso bajo tierra, siguió cantando y, como buen pillo, nos enseñó siempre orgulloso no solo sus hazañas maleantes y de indemnes hurtos, sino siglos y siglos de sonidos robados. Nos embarcó en un viaje hasta el Barroco y, lejos de estar muerto, aún nos mira –a través de sus lentes oscuros y con las manos siempre en el gabán–, riendo, cantando y esperando su próxima salida a escena. ¿Quién nos iba a decir que, con una sola canción, un ladronzuelo sería el encargado de enseñarnos la copiosa historia de los robos musicales? 

 

 

ACERCA DEL AUTOR


 Daniela Peña Jaramillo

Música y escritora. Actualmente participa continuamente con el Ensamble Barroco de Bogotá y es candidata al doctorado en historia del arte y musicología del departamento de Arte y Musicología de la Universidad Autónoma de Barcelona (uab) con una tesis sobre las intabulaciones para laúd del primer libro de Vincenzo Galilei, padre de Galileo Galilei.